domingo, 23 de mayo de 2010

La muerte de amor de Isolda

BENEYTO

Nunca murió Isolda. Desapareció. Su imagen se diluyó en la espesura de la niebla. Poco a poco, a paso lento sobre un sendero húmedo.

Con una ventana practicada en el muro, enmarcó Beneyto la niebla celeste que envolvía a Isolda.

El muro es grueso y pesado, se asienta sobre las virutas onduladas del atardecer.
El autor del cuadro dejó al exterior la redención por el amor, en el espacio azul que contiene trazas de neblina, allí donde la espesura del aire confunde la razón, y dentro quedó Tristán, cuchillo en mano, con la mirada perdida en el vano de luz.

El pintor dispuso con detalle la claridad sobre el puñal. Gangrenas potenciales en manos del héroe. Encrestado Tristán.

Sin escabel, reposa Tristán sus pies sobre una alfombra de ácaros gigantes. Su mirada, la triste mirada de Tristán, otra vez escruta el infinito a través del hueco celeste y las piernas entretejen urdimbres de zapatos embolados.

El creador postista que pinto a Tristán conoce al detalle los zapatos afilados de Lautréamont, los zapatos mixtos del califa y los zapatos de todos los mundos. Y este creador lo dice y lo pinta porque sabe que a través de ellos se transmite energía y ácaros desde los pies al sexo y del sexo a los ojos.

Un ácaro cebado controla la tristeza de Tristán.

El héroe es ajeno al ácaro cebado, sólo atiende al embeleso por la desaparición de Isola.

El héroe que pintó Beneyto es ahora una sombra no redimida que sostiene el puñal eterno de los hombres.

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